Casi 60 millones de estómagos vacíos en América Latina

Millones de latinoamericanos siguen sin poder acceder a una adecuada alimentación. Un fenómeno inexplicable en un continente que produce más comida de la que necesita.

 

 

En su libro “El hambre”, el cronista argentino Martín Caparrós cuenta la historia de la Flaca, una joven que en las afueras de la opulenta Buenos Aires busca el alimento diario en una montaña de basura junto a cientos de personas obligadas a lo mismo: comer lo que otros desechan. Caparrós recogió la voz de esa mujer en 2014, pero en 2022 hay pocas chances de que la Flaca haya dejado de revolver desechos cada día para llevar comida a su casa. Porque su país, Argentina, es hoy más pobre que hace una década, en un recorrido a contramano de un mundo que desde 1990 logró reducir 15% el hambre, según cifras de la ONU.

¿Por qué un país como ese y en general una región como América Latina, que produce comida para alimentar al doble de su población, no sólo no ha solucionado el problema del hambre, sino que además lo ha agravado? De Ciudad de México a Puerto Príncipe, de Caracas a Lima, de Managua a Buenos Aires, pasando por Bogotá o Río de Janeiro, las historias de quienes no logran comer más de dos veces al día se repiten desde hace décadas como una llaga que el subcontinente no puede (ni sabe cómo) cerrar.

Esa herida abierta sangra aún más en estos días, luego de que un informe de la FAO incluyó a Colombia, junto a Haití y Honduras, en una lista de 20 países con riesgo de padecer “hambre aguda”. Tras las protestas del gobierno de Iván Duque, la agencia de la ONU reconoció que había errores de apreciación en el informe. Sin embargo, esto último no borra el hambre que padecen millones de colombianos. Y muchos más latinoamericanos.

La propia Organización de las Naciones Unidas acordó trabajar para que en el mundo haya “hambre cero” para 2030, pero sus recientes estadísticas muestran cómo nuestra región no sólo no ha logrado avanzar hacia ese objetivo, sino que está cada vez más lejos. Según el nuevo informe de la FAO, el hambre en América Latina y el Caribe está en su punto más alto desde el año 2000, con un alarmante aumento del 30% de 2020 a 2021, lo que eleva a 59,7 millones el número de afectados. Son 13,8 millones más, de un año al otro, de personas sin acceso a una correcta alimentación. Y aunque la pandemia es la razón principal no es la única, ya que estos datos no han parado de crecer en los últimos seis años.

Otro informe, el Latinobarómetro 2021, demuestra que las dificultades para alimentarse en nuestros países se habían agravado desde antes de la pandemia. En 2018, un 27% en la región decía que no tenía suficiente comida para alimentarse “algunas veces y seguido”, lo que aumentó al 30% en 2020. Pero lo que llama la atención es que el aumento entre 2017 y 2018, de 21% a 27%, fue superior a los tres puntos que creció entre 2018 y 2020. No podemos culpar por todo al coronavirus, sobre todo por problemas preexistentes.

“El fenómeno del hambre es multicausal”, dice Juan Carlos Buitrago, director de la red Banco de Alimentos de Colombia, organización que salió a respaldar el reciente informe de la FAO. “Tiene que ver con el acceso a agua potable, con la educación de los padres, con acceso a servicios de salud, con la disponibilidad y el acceso a alimentos”, continúa. Y cierra con una afirmación que no por obvia deja de ser contundente: “En América Latina, en términos generales, no hay problema de disponibilidad de alimentos; el problema es el acceso a los mismos. Podemos tener los supermercados llenos pero si no podemos comprar, no vamos a poder alimentarnos de la manera adecuada. Entonces esencialmente el problema es de pobreza”.

Está claro que los alimentos sobran, así como las bocas para alimentar en una región condenada a lo que muchos llaman la “paradoja del hambre”: los que producen comida no pueden alimentarse lo suficiente. Porque mientras en 2020 doce países de América Latina y el Caribe aumentaron las exportaciones agrícolas, según datos del Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura, la pobreza —que conduce directamente al hambre— también creció.

El fenómeno revela un sistema profundamente desigual, como analiza Monserrat Salazar, directora ejecutiva de The Hunger Project México. Para ella, esto “se manifiesta en la diferencia de ingresos a los que tienen acceso las personas y las familias. Y también en que es la región en donde una alimentación adecuada es más costosa con respecto a otras del mundo”. Así lo demuestra un mapa de El Orden Mundial que grafica qué porcentaje de sus ingresos deben destinar los hogares para alimentarse: en América Latina, ese índice es cinco o seis veces más alto que en Europa o Norteamérica.

Ante este difícil panorama urgen las soluciones. Para Salazar, “los pasos más urgentes tienen que ver con institucionalizar el abasto de alimentos con leyes del derecho a la comida. Una medida de corto plazo sería promover apoyos para acceder a alimentación adecuada, no con subsidios, pero sí con formas de reducir los costos de dietas balanceadas”. Buitrago suma la necesidad de “una gran articulación de todos los sectores: gobiernos, empresas, sociedad civil, medios de comunicación”, y pone como ejemplo “procesos de educación alimentaria y nutricional que son vitales para ayudar a acabar con el hambre”.

Mientras tanto, algunas señales de acción están en marcha, sobre todo para acabar con el desperdicio de alimentos, un lujo que un mundo con hambre no puede darse. El 40% de la producción mundial termina desechada, de acuerdo con un informe del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF). Si todo eso se recuperara, alcanzaría para alimentar a 1.000 millones de personas, según los cálculos. De ahí al “hambre cero” que quiere la ONU para 2030 hay solo un paso.

En este camino hay que contar la experiencia de Valora Alimentos, una iniciativa de la Universidad de Antofagasta, Chile, que busca reducir los desperdicios de frutas y verduras en esa región, que como está en el desierto de Atacama no produce alimentos, sino minerales. “Es fundamental visibilizar los desperdicios alimentarios, tanto a nivel doméstico, como en centros de elaboración, producción y comercialización”, explica María José Larrazábal. La directora del proyecto detalla que “gran parte son totalmente aptos para el consumo humano y terminan en la basura”. Y concluye que recuperar alimentos y usarlos eficientemente no solo contribuye a la seguridad alimentaria, sino que tiene un triple impacto: nutricional, económico y ambiental.

Este proyecto no solo recupera directamente los alimentos. También concientiza a la comunidad sobre la necesidad de hacerlo por medio de recetas elaboradas con comida rescatada y también de iniciativas que permitan darle un uso alimentario (salsas, harinas, mermeladas) y no alimentario (compost, biogás, entre otros).

Ese granito de arena parece invisible ante el mar inconmensurable del hambre, el “mayor fracaso del género humano”, como lo llama Caparrós. Protagonistas de ese fracaso, cómo víctimas y victimarios, los latinoamericanos seguimos sembrando y cosechando alimentos, aunque esos productos terminan en mesas lejanas. Mientras tanto quienes los cultivan siguen con hambre, alimentando la inexplicable paradoja del fenómeno en la región.

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